lunes, 7 de mayo de 2012

El peso de las palabras


Carlos Coronel

Un chilango llamará siempre tortuga a todas las especies de quelonios y si se atreve a hacer una distinción tendrá que basarse forzosamente en lo más evidente: su tamaño, para decir tortuguitas.
El nativo de Tabasco, en cambio, inmerso en su pasado de agua, sabía distinguir entre un guao, un chiquiguao, una hicotea, una tres lomos, una mojina y un pochitoque.
El mentado aguacate criollo que ofertan las cadenas comerciales por todo el país es llamado por los nativos tabaqueños chinín, y sus vecinos de Veracruz lo nombran pagua, ambas palabras fueron importadas por los mexicas durante su expansión por el Golfo de México.
La influencia más directa e inmediata del hispanohablante en estas tierras bajas, como ya ha mencionado Rosario Gutiérrez Eskildsen en Substrato y superestrato del Español en Tabasco, procedió de las lenguas vecinas: el náhuatl conquistador, el maya vecino y la variante de éste, el chontal, que tuvo su gran auge en el área que se conoce como La Chontalpa.
Otros hechos —metalingüísticos— como la historia particular de una comunidad y, más recientemente, la economía global y hasta la tecnología, contribuyen, imperceptible e inevitablemente, a moldear, corromper, preservar, trasplantar, revivir y reinventar el habla del español en el sureste mexicano.
De la incidencia de una lengua sobre otra hasta su mestizaje, se pueden mencionar las unidades de medida antiguas, que todavía usan los ancianos en los mercados públicos de Tabasco.
Algunos patrones se remontan hasta el periodo Posclásico, cuando los mexicas obligaron a los chontales —prodigiosamente establecidos en el umbral de las ciudades-estados mayas—, a comerciar con ellos, imponiéndoles sus medidas.
Los yoko t`aan, de por sí bilingües por sus muchos tratos comerciales con otros pueblos, no tuvieron empacho en adoptar las medidas aztecas como suyas.
Todavía si uno camina por los mercados descuidados por las administraciones municipales —tan veleidosas con las cadenas comerciales—, se oye a marchantes pedir “una mano” de cacao o de mazorcas de maíz o algún fruto local.
Por la llamada autopista rápida a Paraíso, decenas de pequeños agricultores con su excedente de maíz, se paran a ambas orillas de las dobles vías con sus sacos de polietileno (antes eran tejidos de henequén) y ofrecen a nueve pesos una mano de maíz.
La mano, en este caso, equivale a cinco unidades y era muy efectiva aún cuando el hablante no supiera mucho de números porque bastaba con mirar sus dedos para realizar cualquier transacción.
De la mano viene el zonte o soncle, que era el equivalente a 80 manos, es decir, unas 400 unidades, convención usada generalmente para realizar grandes transacciones.
Como señala Charles Gibson en Los aztecas bajo el dominio español, los mercaderes indígenas no tasaban sus productos basándose en el peso, sino en unidades que tenían como base la numeración vigesimal azteca.
Hasta mediados del siglo XX, los comerciantes que venían en sus torton de Monterrey, Puebla y Ciudad de México, a comprar el zapote sembrado en estas tierras bajas, se rehusaron a usar el millar en sus negociaciones, eligiendo el zonte como el patrón más conveniente.
En un saco de henequén cabía aproximadamente medio zonte de mazorcas, pero si el fruto se daba bien, las 200 unidades no alcanzaban a entrar todas, quedando fuera dos o tres manos, imprevisto que se resolvía alargando la costura del saco con una pita elaborada también de henequén.
La palabra zontle se origina del náhuatl tzontli que, según Francisco J. Santamaría, en su Diccionario de Americanismos, significa: cuatrocientos.
Además de contar el cacao y el maíz, el patrón se aplicaba a otros frutos como la naranja y el zapote, o cosas como la leña.
“Zontear el maíz o la leña” es una expresión ya casi extinta en la entidad, pues raramente se la oye entre los viejos campesinos, a no ser que evoquen la tarea que hicieron de niños al contar las mazorcas o las rajas de leña, acomodándolas en grupos de 20, cada uno con 20 unidades, para alcanzar la cifra de 400.
El tzontle también era usado para medir el terreno, fijando una unidad por cada 4.4 hectáreas de tierra. En La servidumbre agraria en México en la época porfirista, el historiador Fiedrich Katz menciona la costumbre en las haciendas cacaoteras de otorgar medio zontle —unas 2.24 hectáreas— de tierras cultivables a los peones acasillados como parte de su paupérrimo salario.
No obstante, el sueño de cualquier ranchero hasta el periodo posrevolucionario era poseer una caballería. La medida resulta menos antigua en América que el zontle, porque los nativos de estas tierras no conocieron el caballo sino hasta la llegada de los españoles en el siglo XVI, quienes además de imponer este patrón implantaron también la arroba y el quintal para comerciar la carne, la manteca, el frijol, el azúcar, la panela, el café, el palo de tinte y el jabón.
El Diccionario de Autoridades de 1729, pone varias entradas a caballería, pero todas parten de “la bestia en que se anda a caballo”. De esta procede “el número de hombres a caballo que forman un cuerpo” y por extensión “toda la gente de armas montada a caballo” que constituye un ejército.
De las obligaciones y privilegios del buen guerrero con montura se dice que formaban caballería. Uno de estos privilegios se había impuesto como regla: conceder “ciertas rentas que los Ricos hombres repartían de las suyas propias entre los Caballeros y gente de guerra, que eran sus vasallos y los asistían cuando salían a servir a los reyes”. De modo que caballería pasó a nombrar todas las rentas obtenidas por los caballeros que acaudillaban las guerras.
El Diccionario de 1780 amplía la entrada: “En lo antiguo era la porción que de los despojos tocaba a cada caballero en la guerra, y a proporción había media caballería y aún doble, como sucedía al General que ganaba algún despojo, al que se le duplicaba la recompensa”.
Por supuesto que el auténtico caballero tenía que no dejarse dominar por la avaricia y cumplir sus deberes como vasallo y guerrero, entre los que figuraba compartir el despojo noblemente llamado caballería. No hacerlo implicaba deshonra o destierro, como sucede a don Rodrigo Díaz de Vivar en el Mío Cid.
Con la otra Conquista peninsular en Mesoamérica, la Corona española concedió a los pobladores de las tierras conquistadas “repartimiento de tierra o haciendas” con el fin de que los indios “se avecindasen y mantuviesen en ellas”. Dicha provisión se llamó caballería, en oposición a casas, solares y peonías. Incluso, queda fijada la extensión de la tierra: “cien pies de ancho y doscientos de largo”.
En Tabasco, el término sobrevivió entre finqueros para fijar extensiones de tierra muy amplias. Santamaría en su Diccionario de Americanismos precisa la medida: 42.7953 hectáreas.
Criollos o mestizos no escaparon en pleno siglo XX a la vieja costumbre española de dejar como herencia una caballería por cada hijo que se tuviera. “Se hacían el propósito de sembrar frijolar, milpa, engordar puerco, levantar pavos para comprar muchos terrenos que entonces sobraban en esas cantidades”, evoca un viejo hacendado de Chiltepec, en Paraíso.
Falta investigar otras unidades de medición que los abuelos de quienes habitan estas tierras usaron para comerciar, algunos de uso todavía vigente, como la cuarta —medida de extensión pequeña que va del pulgar al meñique de la mano extendida— que los vendedores de longaniza ahumada utilizan para transaccionarla en las calles.

¿Ustedes cuáles recuerdan?

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